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Nadia Thatcher

España es un país extraordinario. Gente muy viajera la señala como el mejor lugar para vivir. Su clima, gastronomía y candidez la convierten en un tesoro lleno de monedas y joyas que cuando caprichosamente desciende su nivel, nuestro astro rey lo vuelve a llenar de forma automática. En España, el sol es el guardián que mantiene nuestra riqueza y dota a sus ciudadanos de optimismo, alegría, pero también de fuerza y capacidad de superación. Por ejemplo, el mundo ha visto cómo Rafael Nadal golpea su drive de forma más violenta cuando más calor hace. Fernando Alonso conduce riéndose a 350 Km/h con el asfalto ardiendo y Pau Gasol ganó sus anillos de la NBA encestando al calor de California. En España, Poyeye prescindiría de sus espinacas. El sol lo explica todo.
Por otro lado, y de forma sorprendente, tampoco hemos necesitado un sector industrial muy desarrollado para subsistir. Sólo nuestra amistad con el sol ha servido para confeccionar la mayor potencia turística mundial, nuestra ratio essendi. Conocedor de ello, no solo los dioses de la fortuna han fijado su residencia en España. También al diablo y a sus diablillos les gusta nuestro país. Sabemos que merodean por nuestras zonas costeras, y en cierta manera influyen de forma malévola en las decisiones de nuestros políticos. Con el sol y un poco de esfuerzo e ingenio era suficiente, pero no, aquellos diabólicos barros keynesianos trajeron estos lodos y tuvimos que recurrir a Rodrigo Rato (antes de infectarse), a Pedro Solbes (que dijo: ¡basta ya!), a Luis de Guindos y ahora a Nadia Calviño. La riqueza que albergan naciones como España o Italia se ha puesto de manifiesto hasta en momentos donde no ha existido gobierno. Italia crecía sin Renzi y también lo hacía España con un gobierno en funciones tras los varios procesos electorales padecidos. 
España e Italia, ahora los enfermos de Europa, como en el 79 se conocía a una Gran Bretaña a la cola en ratios de crecimiento, deben recurrir en estos momentos a personas que dejen a un lado sus prejuicios, se anticipen a los resultados y vean el futuro. Margaret Thatcher lo vio. Ella pensaba que curar la enfermedad británica con el socialismo era como intentar curar la leucemia con sanguijuelas. Lo tenía claro. Margaret heredó un país socialista que durante más de 30 años subía impuestos y el Gobierno lo gastaba de forma improductiva. Gran Bretaña tuvo que darle la bienvenida a unos durísimos momentos de elevadas tasas de inflación y paro. El país, en el ojo de una galopante recesión mundial, precisaba de una urgente cirugía estética. Una cara nueva. Incluso siendo Gran Bretaña la principal benefactora del Plan Marshall, cuando se abandona el capital intelectual y se torpedea en exceso las reglas del libre mercado, todo ello, junto con un insultante sobredimensionamiento del sector público, resulta que creas un monstruo inmanejable. Te come. Se lo come todo. Todo el dinero que le eches lo devora. ¡Margaret! ¡Tu turno!
Con una orientación política diametralmente opuesta a aquel gabinete de Whitehall, nuestra lideresa económica se encuentra al igual que Margaret en medio de una encrucijada. Veintidós ministros algunos con ideologías mencheviques y otros bolcheviques, tensiones en el gabinete, filtraciones y todo ello en medio del proceso de toma de decisiones más crucial de nuestro país en el último siglo. Al final del pasillo el presidente, que la mira y respira. 
Meses atrás, nuestro presidente, en esa reflexiva, trascendente y celestial suerte de elección de ministros otorgó las benditas llaves de los designios económicos del país a una tecnócrata que, pese a guiñar a un socialismo moderado, respeta y valora las bondades más exclusivas del libre mercado, eje en el que se asienta la prosperidad económica. Ahora, tras el Covid 19, en un irreverente ejercicio de transformación camaleónica anda el juego. Macabro, pero juego de mercado, al fin y al cabo. La disoluble mezquindad de dejar a un lado posiciones ideológicas en tiempos de guerra o de contingencias víricas, dan paso a la adopción de políticas que contengan lo mejor de las doctrinas de John Maynard y David Ricardo. Y en ese equilibrio de medidas, también se permite mirar para atrás y conformar el futuro a través de lo mejor que se ha conocido de esa evolución histórica en política monetaria y fiscal. Esta rutina no permite caerse de la cuerda hacia posiciones ideológicas populistas. Gasto público para devolver la liquidez y reactivar oferta y demanda, pero también incentivar al sector empresarial con más medidas, más aún si cabe, además de aumentar los estímulos fiscales son susurros que nuestra ministra recibirá de Adam Smith, Thomas Malthus y de todo el conjunto de la economía. No se puede armar una tienda de campaña en mitad de un corrimiento de tierra, le decía John Hoskyns a Margaret Thatcher. 
El presidente del gobierno de España es un ave fénix que ha resucitado de sus cenizas en varias ocasiones. En España, la población pensaba que no ganaba sus primarias y las ganó. También existían serias dudas de que conformara un gobierno tras las últimas elecciones y lo formó. Con estas dotes de prestidigitación potterianas, él es el único español que sabe lo que pasará en España. Así que, cuando conformó el actual gobierno, sabía de la necesidad de contar con una persona como la ministra de economía. Ella es la única que, con su seriedad, temple y un abrumador manejo de los aspectos técnicos de su ministerio no necesita alzar la voz, ni tampoco gesticular en exceso, para barrer a sus propios compañeros de gobierno, en concreto, a los del ala más radical que cual sabueso huelen sangre cuando toca adoptar medidas relacionadas con la economía. Sólo hay que observarla en Europa con sus homólogos. Está acostumbrada a esos lares. Silencio, habla la ministra. Nuestra dama de hierro se llama Nadia Calviño.
José Ramón Sánchez
Socio EUDITA Málaga

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